Y ÉL DIJO: “YO SOY VUESTRO PATRÓN...”
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Llegaron muchos días hasta sus
crepúsculos, pero llegarían otros y volverán más con nuevas auroras y el bosque
solitario y triste convertido está en el hermoso y pintoresco caserío. Un buen
día de esos días irradiantes de sol y de hermosura, un campesino cuyo nombre
está grabado en el calendario de nuestra fe, cruzaba silencioso sin más música
que el chasquido de su machete y su pisada segura y firme sobre la hojarasca;
pero este silencio espiritual fue interrumpido por el ruidoso aleteo de un “dios
te dé” que llegaba a posarse en su nido, alzó su mirada en busca del ave y
contemplo exhorto que sobre la cúpula de los árboles, como aureola de paz,
jugueteaba una nubecilla blanca, que al vaivén del cincel del viento poco a
poco íbase transformando en la augusta valerosa y divina imagen del Arcángel San
Miguel.
Ante esta celestial aparición, el modesto
pero feliz campesino dejóse caer de rodillas, mientras que en el cielo un coro
de ángeles entonaban ¡Aleluya Aleluya!, y en el bosque las aves coreaban con
sus dulces cantos la canción más tierna, la canción de amor por el divino
advenimiento.
En este ambiente de tanta divinidad
y grandeza surgió la tierna y dulce voz del Arcángel, dando su primer pregón a
su naciente pueblo, que desde allí comenzó a llamarse San Miguel, a quien le
decía: “YO SOY VUESTRO PATRÓN Y EN ESTE
SITIO QUIERO SE ME CONSTRUYA MI TEMPLO, Y, A SI CON MI AMOR AGUARDARE LA FE DE
VUESTROS HIJOS Y CON MI ESPADA LIBERARE LAS ARTIMAÑAS DEL DEMONIO”, ante
esta sagrado orden levantaron una pequeña capilla, a las que cubrieron de paja
y la adornaron con hierbecillas humildes, agradables y castas; con cándida y
nevadas rosas y un multicolor de flores de nuestro clima, de cuyos pétalos
vertían delicados aromas que saturaban al aire embalsamándolo de dulzura y
fragancia infinita; en la que veneraron por largo tiempo una pequeña imagen que
hasta nuestros días se conserva intacta.
Así como crecía el pueblo se
aumentaba la fe y fue el año que cifra el calendario como 1808, ya erigida la
parroquia de San Miguel y teniendo Párroco propio, sus pobladores pensaron en
adquirir una imagen más grande, más hermosa, más esbelta, como aquella que
apareciera sobre los ramales y se cifrara para siempre en nuestras almas; en
común acuerdo con el Párroco Dr. Pío Chico pensaron en plasmar en realidad este
santo anhelo y recolectaron dinero para mandar a comprar una efigie; más un día
cuando el sol bajaba a anidarse allá tras montañas, llegaba a la plazoleta una
mula parda, altiva, briosa y descansada, la cual paróse en medio de la plaza,
miró a su contorno y dejóse caer lentamente como que pensaba que podía hacer
daño a la carga que llevaba; pasaron minutos llegaron las horas y los
pobladores: caritativos, honrados y buenos se preguntaban entre sí: ¿De quién
será está mula? ¿De quién será está carga?, dónde quedaría su amero.
Llevados por una justa y natural
curiosidad, acercándose a ella y viendo que su dueño no asomaba y el manto de
la noche comenzaba a cubrir la Parroquia, los buenos moradores compadeciéndose
de la acémila, bajaron su carga y en voz alta comentaban: ¡esto no pesa nada,
estos cajones deben estar vacíos: más la mirada inquieta, pura y penetrante de
un niño, descubrió que en su interior reposaba la irradiante imagen de un
Santo; ante esta sorpresa, llamaron a su Párroco, quien entusiasmado y con
inspiración divina ordenó que se abrieran los cajones, Oh feliz y santa
sorpresa, la fe de los niños se cubrió de alegría, los ojos emocionados de las
madres se colmaron de lágrimas y el alma de sus hombres se llenó de candorosa fe
y todos al unísono exclamaron: Sí es
nuestro Patrón, esto es un milagro, esto un milagro.
Era el mes de Septiembre de 1808.
Transcurría apenas dos días de este feliz acontecimiento y la santa noticia se
propagó por toda la aldea y todos los campos; nadie se quedó en su casa, todos
venían a venerar a la portentosa imagen, que irradiante de belleza de dulzura y
de poder infinito imprimía en el corazón de su pueblo nuevos horizontes de
esperanza; en eso arribó hasta el poblado un comerciante colombiano quien se
sorprendió al ver a su mula y sobre todo a la efigie que traía y acercándose
confuso y asombrado al Párroco le dijo: “no comprendo la misteriosa llegada de
mi mula hasta este caserío, ella se me desapareció hace dos días en una mañana
irradiante de sol, por un instante pensé se me había adelantado en el camino y
aceleré mi paso pensando alcanzarla, dominé la agreste cordillera más todas mis
esperanzas e ilusiones se perdieron confusas cuando miré a lo largo del valle y
solo me encontré con las sombras de la nada; en fatigosa jornada he llegado
hasta aquí y estos felices y alegres moradores me dan la sorpresiva noticia que
la mula con su santa carga apareció y está aquí hace dos días”.
Esta narración deja atónito al
pueblo y a su Sacerdote mientras el arriero entusiasmado y alegre reclamó al
cura Párroco su santa carga y su acémila. El buen pastor recogiendo y sintiendo
la fe de su grey alzó su mirada al cielo, invocó a Dios y dejó en manos de la
Divina Providencia su santo designio; el buen arriero vio la mirada angustiosa
del Párroco y la santa alegría de un pueblo y prefirió desobedecer el mandato
del presbítero de Bodegas (hoy Babahoyo): quien le había ordenado el traslado
de la efigie, y tan solo llevóse la mula, la noticia del colombiano de haber
dejado en San Miguel la hermosa imagen irritó el temperamento del presbítero,
quien de inmediato armó caravana con su feligreses y se trasladaron a San
Miguel. Allí confeccionaron un anda, en la que colocaron la efigie para
trasladarla. Era una mañana oscura y cubierta de neblina, el acorde de una
vieja campana dejaba escuchar sus lamentos, que mezclados con la triste música
del llanto de los niños, la queja dolorida de sus mujeres y el tropel
quejumbroso de sus hombres partía la imagen acompañada de su pueblo que con los
corazones destrozados conducía la preciosa anda a dejarla por lo menos un
trecho del camino; al llegar a “Pishcurco” creyeron haber terminado su santa
misión, bajaron y destaparon sus ojos para que mirara por última vez al pueblo
que tanto lo quiso y despidiéronle con veneración y amor. Los foráneos
feligreses de Bodegas intentaron cargar el anda; más todo humano esfuerzo fue
inútil, la frágil y liviana anda se había transformado en un incalculable peso
y como que se hubiese incrustado en el corazón de la tierra, no la pudieron
mover. Pasaron las horas en vanos intentos, más la imagen no quería alejarse de
su pueblo mientras en el horizonte de la costa, densas nubes anunciaba la
proximidad de una tormenta; en cambio el cielo de San Miguel lucía claro,
limpio y puro; era la Providencia Divina, que estaba definiendo este dilema. El señor presbítero de bodegas, iluminado por
la santa voluntad de Dios, explicó a sus feligreses esté acontecimiento
milagroso y decidió dejar para el templo que él había decidido ser venerado
eternamente.
Una corriente de felicidad y
alegría envolvió a todas las almas y en jubilosas voces contaron místicos
cánticos. Alzaron el anda, que como copos de espuma flotaban en el mar de
hombros, de ancianos, de mujeres y niños y retornó la efigie a su pueblo
querido.
El crepúsculo de aquella tarde fue
testigo de la fe, del amor y la veneración sagrada que a través de más de una
centuria tiene San Miguel para su Patrón: porque Él es pródigo para con su
pueblo, porque de Dios es el Capitán de sus Ejércitos; Guardián de sus tesoros y
Centinela de los alcázares celestiales.
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Tomado del Semanario Bolivarense:
EL AMIGO DEL HOGAR (28/09/2014)
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